21.9.09

Infierno en tierra de dioses

Testigo del horror.
Éste es el cuarto reportaje de una serie con la que 'El País Semanal' y Médicos Sin Fronteras se acercan a los conflictos olvidados. Se trata de Juan José Millás con Médicos Sin Fronteras en Cachemira. Lo han precedido con otros artículos:

Mario Vargas Llosa en la República Democrática del Congo

Viaje al corazón de las tinieblas

Mario Vargas Llosa visita el Congo, un rico país sumido en la miseria de la guerra y el terror. Hambre, violaciones, asesinatos y corrupción sacuden esta tierra sin ley. Médicos Sin Fronteras y 'El País Semanal' inician con éste una serie de viajes de diferentes escritores para rescatar del olvido a las víctimas de la violencia en el mundo.


Sergio Ramírez en Haití

La piedra bajo el sol

El escritor nicaragüense Sergio Ramírez retrata Haití, el país más pobre de América. Miseria, vaivenes políticos y falta de futuro atenazan a una población acostumbrada al abandono. Segunda entrega de esta serie con la que Médicos sin Fronteras y 'El País Semanal' quieren rescatar del olvido a las víctimas de la violencia.


Laura Restrepo en Yemen

Las reinas de Saba

Las reinas de Saba La escritora colombiana Laura Restrepo ha viajado a los campos de refugiados en Yemen. Miles de mujeres y niños llegan hasta allí desde las costas del Cuerno de África. Huyen de la guerra, el hambre y el odio. Tercera entrega de esta serie con la que Médicos Sin Fronteras y ?El País Semanal? quieren rescatar del olvido a las víctimas de la violencia.

LEER LA REACCIÓN DE JOSÉ SARAMAGO AL ARTÍCULO DE LAURA RESTREPO

JUAN JOSÉ MILLÁS
Infierno en tierra de dioses

06/09/2009

En cada casa, una carpeta desgastada guarda papeles de un secuestro, una tortura, una desaparición. La locura se respira en el Estado indio de Cachemira, disputado con Pakistán desde hace 60 años. Una guerra eterna. Uno de los paisajes más bellos de la Tierra. Cuarta entrega de esta serie de reportajes de autor en los conflictos olvidados.


Amanezco en el hotel Haipur Inn, en Nueva Delhi. No hay bichos en las grietas de las paredes ni en las irregularidades del suelo ni en las arrugas de las sábanas empapadas de mi sudor (estamos a 47 grados). El cuarto de baño, todo él de un mármol gris barato, que evoca el de las mesas de los forenses o el de las lápidas del cementerio, está limpio al modo en que están limpios los cuartos de baño de los cuarteles. Hay una ducha con una alcachofa metálica de la que sólo sale (por fortuna) agua fría. La bañera está compuesta de varias piezas, también de mármol, hábilmente ensambladas. Se trata de un trabajo portentoso, de alguien muy obsesivo o muy desocupado.

También de alguien muy pobre. He dormido (es un decir) con el ventilador del techo a tope, calculando que ningún mosquito sería capaz de trabajar bajo su corriente, pero preocupado por la posibilidad de que se saliera de su eje y aterrizara dando vueltas sobre mi cuerpo desnudo. Tras ducharme, he sacado con el móvil una foto del cuarto de baño (no sé por qué esta obsesión de retratar las bañeras, los lavabos, las tazas de los retretes y las cisternas de los hoteles en los que hago noche).

Mientras voy de un lado a otro, aturdido por el calor, intentando recordar qué hago tan lejos de casa, escucho el ajetreo del tráfico. Ayer por la noche, viniendo del aeropuerto, comprobé que aquí se conduce con una mano en el volante y con la otra en el claxon. Los coches y las motos parecen extraños animales parlantes que se saludan o se insultan cada vez que se cruzan. Al poco, uno se acostumbra, y si se produce un silencio de dos o tres segundos, cree que se ha acabado el mundo.

Todavía sentado en el borde de la cama, revisando los tobillos en busca de la picadura de algún animal o de una reacción alérgica a los ácaros del colchón, imagino que todo ese movimiento exterior, todo ese griterío que se da a 47 grados de temperatura, sucediera debajo del agua. Nueva Delhi, entera, debajo del agua, yo debajo del agua, el conserje de este hotel barato debajo del agua, los mendigos debajo del agua, las carnicerías y las pescaderías con moscas debajo del agua, los cadáveres debajo del agua... Glup, glup, glup.

Reconozco esta pobreza limpia; crecí en ella. En realidad, es una suciedad con aspiraciones, una suciedad desinfectada a base de zotal. El suelo tiene el resplandor opaco que producen los detergentes de mala calidad, los jabones duros, fabricados con los restos del aceite sucio que se recoge de las sartenes negras. En cuanto a las sábanas, no son blancas, aunque quizá lo fueron en algún momento de su vida, al principio; luego han evolucionado hacia este blanco sucio, este blanco roto, podríamos decir. No es el blanco lo único que está roto en esta habitación, en este hotel, en este país, en este mundo. Cuando sacudo los zapatos, como hacía de pequeño antes de ponérmelos, me sorprende que no salga de ellos ninguna cucaracha. En cierto modo, me decepciona no haber regresado del todo a mi infancia, pero es que tampoco he venido aquí a escribir sobre mi infancia. A ver si te centras.

Ya en la calle, se me acerca una niña india hiperrealista, como si hubiese salido de la cabeza de Antonio López o del pincel de un pintor flamenco. Quiere rupias hiperrealistas, que no llevo, por lo que le doy dólares impresionistas que celebra con asombro. El tráfico y las calles son realistas, a secas; costumbristas más bien. Se detiene uno cinco minutos en una esquina (es lo máximo que se puede permanecer fuera del coche sin perecer de asfixia) y ve pasar ante él cien escenas de costumbres, cien estampas que ha visto previamente, antes de viajar a este lejano país, en enciclopedias y libros de viajes. La miseria es costumbrista, la muerte es costumbrista, el cemento agrietado es costumbrista, las ratas son costumbristas. Cuando un golpe de calor mata a alguna de las personas que viven en la calle (las hay a millones y mueren como moscas), la recogen unos señores realistas y santas pascuas. Aunque no es fácil mitificar el realismo costumbrista, muchos extranjeros lo consiguen gracias a la espiritualidad. La espiritualidad es surrealista si tenemos en cuenta que en este país hay trescientos millones de dioses, todos en activo. Miles de europeos y americanos vienen una vez al año a purificarse con su yogui de guardia, lo que repercute en el PIB, enhorabuena. La vaca es el animal sagrado por antonomasia (¿qué rayos querrá decir antonomasia?), pero todos los animales lo son en una u otra medida, de manera que si entra en tu casa un mono o una rata y se llevan algo del frigorífico, has de dejarlos hacer. Los Beatles, desde el punto de vista de la fijación del cliché espiritual, hicieron mucho daño a los indios y a los occidentales.

También Octavio Paz, que vivió a cuerpo de embajador seis años en este país, del que obtuvo poemas e ideas y libros, y quizá, en parte, el Premio Nobel. Luego llegarían los actores famosos con mala conciencia y los hippies tardíos y los cantantes de éxito, todos con su ONG portátil y poscolonial debajo del brazo. Anuradha Roy, joven escritora aborigen, mantiene que la mística india es un invento occidental. "En el Mahabharata", añade, "ya está lo que refleja a la India con profundidad y belleza: el materialismo, las intrigas, la codicia y la violencia".
Además de los trescientos millones de dioses, en la India hay más de mil millones de individuos, dieciocho lenguas oficiales y más de mil dialectos. El número de millonarios, como el de pobres, es difícil de calcular, pero nueve de ellos (de los millonarios) están situados entre los cincuenta primeros de la lista Forbes (no hay de momento lista Forbes de los más pobres). La India está dividida en 29 Estados, donde se practican distintas religiones, entre las que el hinduismo es dominante. Pero, como explica el citado Octavio Paz en Vislumbres de la India, esta religión constituye un conglomerado tal de creencias que cuando dices hinduismo no sabes en realidad de qué hablas. Lo mismo sucede cuando pronuncias la palabra India, cuya realidad poliédrica sólo es accesible al entendimiento a través de sus tópicos.


Dos. Hospital psiquiátrico

Huyendo del calor y de los tópicos, cogimos un avión y nos fuimos a Cachemira, región situada al norte y que hace frontera con Pakistán y China. La Cachemira india posee dos capitales, una de invierno y otra de verano; de modo que, cada seis meses, los funcionarios toman sus archivos, sus ordenadores, sus máquinas de café, sus sellos, sus tampones, también a sus familias, y viajan disciplinadamente de Srinagar a Jammu o viceversa. Esta esquizofrenia administrativa parece la antesala de la locura cotidiana que se respira en el Estado, donde hay una concentración desusada de enfermos mentales. Claro, que también es desusado el número de militares que patrullan las calles, y el de civiles torturados, y el de mujeres violadas, y el de desaparecidos, y el de muertos, y el de mutilados, y el de encarcelados, como si una cosa (la excesiva presencia militar, la tortura, las desapariciones, los crímenes, las mutilaciones y la prisión) llevara a la otra (la locura).
El doctor B. B. (prefiere que ocultemos su nombre) es un psiquiatra de 31 años que trabaja en Srinagar, la capital de verano, en la que nos encontramos, para la organización Médicos Sin Fronteras (MSF).

-Antes de 1989 -dice-, el número de pacientes psiquiátricos era de seis mil al año. En el último año se han visto cien mil.

-¿Y a qué se debe tal aumento?

-Al conflicto político.


El conflicto comenzó con la independencia de la India, en 1947. Al trazarse la frontera de este país con Pakistán, gran parte de Cachemira cayó caprichosamente del lado de la India, lo que la condenó a convertirse en un objeto permanente de disputa entre los dos países. A finales de los ochenta y principios de los noventa, el conflicto se agravó debido al empuje de los movimientos independentistas, brutalmente reprimidos por el Ejército indio. La situación de Cachemira parece, de hecho, la de un país ocupado militarmente por una potencia extranjera. Resulta imposible dar dos pasos sin sentir el aliento de un fusil en la nuca. Incluso en medio del campo, rodeados de la nada más absoluta, se puede ver detrás de cada árbol a un soldado indio con el dedo en el gatillo del rifle.

Las leyes indias proporcionan cobertura e impunidad a los grupos militares o paramilitares implicados en la represión. Tu casa puede ser asaltada a cualquier hora del día o de la noche sin control judicial alguno. Tu mujer y tus hijos pueden ser violados en el transcurso del registro; tú puedes ser raptado y torturado, cuando no asesinado, y tu vivienda puede ser destruida u ocupada sin que las leyes te protejan de estos abusos. Ni una sola denuncia ha prosperado, ningún militar o paramilitar ha sido condenado. De acuerdo con un informe de Médicos Sin Fronteras basado en 510 entrevistas llevadas a cabo en dos áreas rurales (Kapwara y Bagdam), entre 1989 y 2005 fueron frecuentes los allanamientos de morada, los cacheos, los registros de poblaciones enteras en los que los habitantes eran congregados en la plaza del pueblo. Los daños a la propiedad y el incendio de casas eran normales. El 73,3% de los entrevistados manifestó haber presenciado abusos físicos y psicológicos, así como humillaciones y amenazas, mientras que el 44,1% los había vivido. Durante ese periodo, siempre según el informe de MSF, una de cada seis personas había sido detenida legal o ilegalmente (no hay frontera entre una cosa y otra). El 76% de los detenidos manifestó haber sido torturado durante la detención.

El reflejo de esta conflictividad es, en la salud mental, demoledor. Al estrés postraumático, la estrella de los cuadros sintomáticos, le siguen los desórdenes de ansiedad, las depresiones y la adicción a las drogas (cannabis, opio y hasta alcohol, lo que llama la atención tratándose de una población mayoritariamente musulmana). Han subido también los niveles de violencia doméstica y de agresiones sexuales.

"Podemos afirmar sin ningún matiz", dice el doctor B. B., "que se trata de una sociedad desestructurada, enferma. Hay dentro de las personas una gran furia que ignoran cómo manejar. El cachemir no era violento y es violento, no era arrogante y es arrogante. Aunque yo mismo no he vivido el trauma de la guerra directamente, soy víctima de él porque me siento frustrado. Cuando salgo de Cachemira y me comparo con quienes me rodean, al tomar distancia, me doy cuenta del tamaño de mi trauma. Hasta la hospitalidad, que era un rasgo característico de nuestra cultura, se está perdiendo".

La conversación se produce en el único hospital psiquiátrico de la región, que tiene dos zonas, una para pacientes ambulatorios y consultas, y otra para internos. Esta última consta de varios módulos dispuestos en torno a un patio central en el que pastan cuatro ovejas, quizá las cuatro locas. Los módulos, que disponen de dos hileras de camas, recuerdan a los galpones militares. El recorrido por las instalaciones te deja mal si estabas bien, e irrecuperable si te encontrabas mal. La dureza de lo que ven los ojos se multiplica por el penetrante olor de los desinfectantes. La sala donde se encierra a los enfermos agresivos es directamente una mazmorra medieval. Hasta hace poco, en este hospital se administraba el electroshock sin anestesia, introducida recientemente por MSF.

"El conflicto", insiste B. B. mientras nos muestra las instalaciones, "ha creado un desorden mental que contamina la vida cotidiana de los cachemires. Aquí, en el día a día, es normal que la policía detenga a alguien y que desaparezca o aparezca al día siguiente en unas condiciones tales que tenga que ser hospitalizado. Mis cuatro primos, hermanos entre sí, fueron un día acorralados y golpeados por el Ejército delante de su anciano padre. Luego se los llevaron al centro de interrogatorios, donde permanecieron tres meses. Los colocaron, junto a otros cuarenta o cincuenta detenidos, en un lugar donde apenas cabían y que no tenía calefacción, aunque estaban en invierno. La rutina diaria consistía en introducirlos en un tanque de agua hasta que casi se asfixiaban. Les echaban pimienta en los ojos; los dejaban desnudos delante de los otros, para humillarlos; los amarraban de los pies y los colgaban boca abajo, introduciéndolos en tanques con agua. A uno de mis primos le aplicaron corrientes eléctricas en el pene. A los tres meses los soltaron sin ninguna acusación. Ninguno de ellos tenía relación alguna con actividades políticas".


Tres. El cementerio

Ahora estamos en un cementerio compuesto de mil tumbas, todas llenas. Sus ocupantes son hombres, mujeres y niños que han muerto en manifestaciones o han sido asesinados por el Ejército indio. Nuestro guía, Abdul Hamid, dice que hay cientos de cementerios como éste en Cachemira. Nos detenemos delante de cada una de las lápidas, como si hiciéramos un vía crucis, para escuchar una brevísima biografía de los fallecidos. A veces tropezamos con cuerpos sin biografía, como el de este niño de dos años que fue asesinado, nos explica Hamid sin énfasis, cuando su madre le daba el pecho. Sobre su tumba crecen flores silvestres. Hay gorriones y mirlos por todas partes. Si levantas la vista, ves el Himalaya, todavía nevado, al fondo. Junto al cementerio, en un descampado, unos jóvenes juegan al críquet vigilados por soldados del Ejército indio siempre a punto para disparar. El día es soleado.


Cuatro. Resistencia civil

La gente de MSF me facilita una entrevista con Khurram Parvez, de 32 años, coordinador de varias organizaciones civiles unidas por el respeto a los derechos humanos tal como los entiende la Carta de Naciones Unidas. Nos dice que en Cachemira está concentrada casi la mitad del Ejército indio (500.000 soldados), cuya presencia ha ocasionado en las dos últimas décadas setenta mil muertos y ocho mil desaparecidos. Nadie es capaz de dar una cifra de detenidos, pero las asociaciones de derechos civiles calculan que no serán menos de dieciocho mil. Estas cifras, añade, son las más espectaculares, pero a ellas habría que añadir la de los torturados y la de las mujeres o adolescentes violados. "Esta situación", concluye, "ha convertido en violenta a una sociedad que no era violenta".
Parvez es un hombre pausado, elegante, algo flemático. Se expresa sin agresividad, pero cada una de sus frases está cargada de razón. Como las asociaciones a las que representa, es partidario de una solución pacífica al conflicto, y esgrime las resoluciones de la ONU, sistemáticamente incumplidas por el Gobierno indio, que posibilitarían esa solución.

Cuando le preguntamos por qué un conflicto tan cruel merece tan poca atención por parte de la prensa internacional, utiliza los dedos de la mano izquierda, a modo de las cuentas de un ábaco, para enumerarlas.

"Primero: este conflicto es de los más largos del mundo. Segundo: la imagen que la India tiene en Occidente es la de un país de Gandhis, como si aquí no fuera posible la violencia. Tercero: ha habido tres guerras entre Pakistán y la India por Cachemira, pero ahora se ha reducido a un conflicto musulmán, lo que ha empeorado su imagen. Cuarto: todo el mundo tiene miedo a la independencia de Cachemira porque está rodeada de cinco países, todos con intereses en la región. Quinto: la imagen exterior de la India, que es la de una democracia, no favorece la resolución del conflicto. Si la causa del Tíbet recibe tanta atención mediática, es porque detrás está China, que se percibe como un país no democrático".

A lo largo de la conversación aparecen otras causas. Cachemira tiene, por ejemplo, unos recursos hídricos excepcionales (el 35% de la electricidad del norte de la India se genera aquí), lo que significa que si el cambio climático fuera a peor, iría a peor también el conflicto. En todo caso, Parvez está seguro de que los conflictos internacionales que no llaman la atención en Europa no se resuelven nunca, de ahí su interés por esta entrevista. Perdida la confianza en la justicia india, sólo les queda el recurso a la publicidad y a los tribunales internacionales, a los que están derivando todas las causas pendientes.

Ya al despedirnos, y como pidiendo excusas por su dificultad para levantarse, nos confiesa que su pierna derecha es artificial. La perdió en 2004, al pasar su coche por encima de una mina antipersonal, mientras trabajaba como interventor de unas elecciones locales. Murió su mejor amiga, que iba con él, y su chófer. Hay muchas minas de este tipo a ambos lados de la zona de control, en la frontera con Pakistán.


Cinco. Huérfanos

Entre entrevista y entrevista, en un momento que habíamos decidido dedicar al descanso, nuestro traductor de urdu, que trabaja como consejero de salud mental para MSF y cuya identidad preservaremos, deja caer un asunto que no formaba parte de nuestra agenda: el de los huérfanos. No existen cifras oficiales, pero se calcula que podría haber unos cuarenta mil. Aunque a los huérfanos, en la cultura musulmana, los acoge tradicionalmente la familia, aquí se ha perdido ya esa capacidad. Queda a nuestra imaginación la situación de estos críos.


Seis. Miscelánea

A) Tahira Begum, de 35 años: "Mi esposo desapareció hace siete años, en el transcurso de un viaje a Nueva Delhi. Desde entonces he recorrido todas las cárceles de Cachemira en su busca. Tengo tres hijos, de 15, 12 y 8 años. El del medio, que tenía ocho cuando su padre desapareció, lloró tanto que perdió la visión. La ha recuperado en parte, pero está siempre solo, no habla con nadie".

B) Giul Shan Begum, de 40 años: "Mi cuñado era militante separatista. El Ejército vino a esta casa, se lo llevó aquí cerca y lo golpearon hasta la muerte. Explico esto porque mi cuñado, al ser militante, corría ese peligro. Pero mi hijo era un chico que vendía fruta. Eran las seis de la tarde y volvía del mercado con otras tres personas cuando unos militares lo apresaron. Cuando me avisaron, fui con un grupo de personas al campamento militar. Me dijeron que lo tenían allí, pero que lo iban a soltar. Todos los días nos decían lo mismo. Denunciamos el hecho. Luego entramos en contacto con una sección de la policía, por si podían influir en su liberación. Los oficiales nos dijeron que sabían que mi hijo era inocente y que había que soltarlo. La persona que nos dijo que era inocente conocía a los jefes. Le pedimos que hiciera algo y nos pidió dinero. Reunimos 20.000 rupias y se las dimos. Hoy, a las cinco de la tarde, nos dijo este hombre, van a soltarlo; vete a casa, prepara una comida y una fiesta. A las cinco no llegó. Sólo Dios sabe quién se quedó con el dinero. Lo buscamos por todas las cárceles, incluida la más grande, que está en Delhi. He seguido gastando dinero en intermediarios, incluso vendí un anillo de oro. Nuestra situación económica se vino abajo. Con todo este drama, tengo problemas de corazón que han evolucionado hacia una diabetes. Ayer tuve que llevar a mi marido al médico porque ha enfermado física y mentalmente. Un sobrino mío montó una tienda de mecánica para ayudarnos, porque tenemos una hija pequeña, y vinieron las fuerzas especiales de la frontera, cogieron a mi sobrino y se lo llevaron. De esto hace nueve años. Fuimos al campamento militar y nos dijeron que lo soltarían en tres o cuatro días, pero apareció muerto en la carretera".

C) Bilal Ahmad, de 25 años: "Un día, cuando tenía 12 años, vinieron a casa unos renegados (ex militantes independentistas vendidos a las fuerzas de ocupación indias) y se llevaron a mi padre. Apareció al día siguiente, muertos a tiros, en el pueblo de al lado. Mi padre era maestro y no se dedicaba a la política, pero no tenía inconveniente en expresar sus ideas públicamente. Los renegados lo mataron a cara descubierta porque los renegados pueden hacer cualquier cosa, están protegidos por el Gobierno indio. De hecho, el crimen se denunció sin consecuencias. A los renegados que mataron a mi padre los mató tiempo después el Ejército, también de forma irregular. Recuerdo que mi padre siempre estaba riñéndonos a mi hermano y a mí porque nos pasábamos la vida jugando al críquet. Si mi padre viviera, me habría obligado a estudiar".

D) Abdul Ahad Rah, de 70 años: "Mis hijos trabajaban en Nepal, en una tienda de cueros. Primero se fue mi hijo mayor y luego se llevó al pequeño porque había mucho trabajo y les iba muy bien. La policía nepalí, en complicidad con la india, cerró un día todos los negocios de los indios y detuvieron a varios, entre ellos a mis hijos, que desaparecieron. El mayor tenía 26 años y era muyahid, aunque cuando desapareció, en 2000, ya no militaba. El otro, de 23, era civil. Primero los buscamos por diferentes prisiones. Nos dijeron que habían sido llevados a Rajastán (pagamos 10.000 rupias a la policía india sólo por obtener esa información), adonde yo fui tres o cuatro veces sin verlos. Gastamos mucho dinero en abogados y en viajes. De Srinagar (donde nos encontramos) a Delhi, adonde también hemos ido, se tarda en llegar día y medio en autobús y aún hace falta otro día más para llegar al lugar donde se encontraba la prisión. Preguntamos por ellos y nos dijeron que en efecto estaban allí, pero que no nos los podían mostrar si no presentábamos un documento. 'Pues volvemos a Delhi a por el documento', dije. Pero me dijeron que lo daban en Srinagar. Volvimos mi mujer y yo a Srinagar, obtuvimos el documento y emprendimos el regreso a la prisión en un coche alquilado, con otras seis personas, todas de la familia, que decidieron acompañarnos, pues nosotros somos una familia típicamente cachemir, ni siquiera hablamos el urdu, sólo el cachemir. Una vez llegamos a la prisión, le enseñamos el papel al responsable y nos dijo que no podía dejarnos ver a nuestros hijos, pese al documento, porque tenía prohibido mostrar a presos cachemires. Como no sabíamos qué hacer, nos quedamos en un hotel, en Jaipur, pensando. Entonces llegaron agentes del servicio de inteligencia y nos dijeron que si no nos íbamos del hotel nos matarían porque tenían información de que esa cárcel iba a ser atacada por terroristas cachemires. Nos volvimos asustados a nuestra casa, que más tarde tuvimos que abandonar porque el Ejército venía todos los días y acosaba a las niñas. La casa fue tomada por el Ejército, que montó allí un campamento. Hemos conocido todas las formas de humillación, pero no pararemos hasta saber qué ocurrió con nuestros hijos".

E) Sagib Mwetaza, de 21 años: "El 1 de febrero de 1998, a las once de la noche, se presentó en casa un grupo de una fuerza del Ejército compuesta por renegados y se llevaron a mi padre tras golpearlo en la habitación con una porra eléctrica. Luego, en el campamento militar lo torturaron colgándolo del techo y poniéndole debajo fuego para quemarle la planta de los pies. Le cortaron las piernas hasta las rodillas. Como un compañero de celda había visto las torturas, le pusieron una bomba en el cinturón, lo dejaron en medio del campo y la hicieron explotar. Luego recogieron los pedazos, los unieron y se los entregaron a mi madre asegurándole que había muerto manipulando explosivos".


Siete. La sangre del bolígrafo

La carcasa de mi bolígrafo, fabricado en Tailandia, era transparente. Su depósito parecía un vaso sanguíneo, de modo que a medida que escribía con él acerca de la existencia cotidiana de los cachemires, daba la impresión de desangrarse, más que de consumirse. Todo aquí estaba escrito con sangre. No había una sola familia que no hubiera sido víctima, directa o indirectamente, del conflicto. Quien no había perdido a un hijo, a un padre o a una hermana, había perdido a un primo, a un vecino, a un amigo. La ceremonia, en todas las casas en las que entrábamos, era semejante: dejábamos los zapatos en el patio, penetrábamos en la intimidad familiar, nos sentábamos en el suelo de la cocina o de una sala, nos servían un té o un zumo y comenzaba la relación de atrocidades. Cada relato solía ilustrarse con documentos y fotografías. Éste era mi hijo, o mi marido; aquí están las denuncias que hemos puesto, aquí los partes médicos, aquí las facturas de cuando viajamos a tal o cual prisión en su busca...

En cada casa había una carpeta de gomas, desgastada por el uso, donde se guardaban como una reliquia todos los papeles relacionados con el secuestro, con la desaparición, con la tortura, con el crimen, con la mutilación... Tú abrías con enorme respeto esa carpeta, que tenía también algo de ataúd, y te internabas en un túnel de dolor, de burocracias, de certificados, de imágenes. Te lo mostraban todo porque representabas a un periódico europeo cuando ya la única esperanza de esta gente está en el exterior, en la prensa y en los tribunales internacionales. Te pedían que publicaras las fotos de sus hijos, los partes médicos, los certificados de defunción... Y te despedían con una esperanza desmesurada que no sabías cómo aminorar.

Cada paso que dábamos, cada calle en la que nos internábamos, cada barrio en el que nos perdíamos, cada hogar de cuya hospitalidad abusábamos, nos acercaba de forma literal (olvídense de las metáforas) al corazón de las tinieblas. Entrábamos en los hogares de la gente con nuestros cuadernos, nuestras cámaras fotográficas, nuestra arrogancia, nuestra condescendencia, y recibíamos su hospitalidad, nos bebíamos sus zumos, nos comíamos sus pastas, poníamos nuestras manos sobre sus fotografías...

Cuando salíamos, llevábamos más cosas de las que teníamos al entrar, pero nos lastimaba la sensación de que ellos se quedaban más vacíos.


Ocho. El paisaje

Lo que escuchábamos en el interior de los hogares nos impedía disfrutar de lo que veíamos fuera. Por eso no hemos dicho todavía que nos encontrábamos en una región considerada desde siempre como una de las más hermosas de la Tierra. En primavera y verano, el valle se convierte en un gigantesco lecho de vegetación coronado de picos con la cresta nevada.

Hay ríos y lagos y bosques y humedales. Hay halcones y águilas y mirlos y papagayos. Hay casas flotantes, de madera, y callejones acuáticos. Hay climas y microclimas y agua en abundancia. Hay trigo, cebada, maíz, lino, lentejas. Hay prados extensísimos que no tendrían nada que envidiar a los "verdes campos del Edén". Hay nogales, albaricoqueros, cerezos, manzanos, melocotoneros, perales, sauces, álamos, plátanos, viñedos, rosales, azafrán, rododendros, juncos y todas las plantas acuáticas que uno sea capaz de imaginar, con su fauna correspondiente de zancudas y migratorias.
"El valle feliz", así fue denominada esta región por los ingleses. Pero es un valle feliz tomado por el Ejército con toda su ferretería de tanques y ametralladoras y de alambres de espino. Su contemplación proporciona sentimientos encontrados, como los que produciría contemplar una hermosa tarta de nata recorrida por una cucaracha.


Nueve. Final

Si la visita al psiquiátrico de Srinagar nos conmovió, la salida de Srinagar nos enloqueció. En el aeropuerto, antes de embarcar, era preciso superar ocho o diez controles, cada uno más duro que el anterior, también más absurdo. Tenías que rellenar varios papeles y colgar del cuello o del equipaje de mano un sinfín de etiquetas que en posteriores controles serían selladas. Si se te escapaba un sello, lo que no era raro, tenías que volver al principio, como cuando en el juego de la oca caes en la caseta de la muerte.

Además, te chequeaban no menos de seis veces y tenías que reconocer el equipaje, después de haberlo facturado, a pie de avión. Había en medio de todos estos trámites un momento terrible, de verdadero pánico, en el que uno tenía la certidumbre de que nunca saldría de aquellas instalaciones. Entonces pensabas que habías muerto y que habías llegado al infierno. Y aunque consiguieras salir, como fue nuestro caso, la experiencia te dejaba un sentimiento de fragilidad que ya no te abandonaría nunca.

De hecho, un fantasma nuestro, una de nuestras múltiples versiones, continúa allí, dando vueltas por los pasillos, rellenando formularios de distintos colores, colocándose etiquetas de todos los tamaños, pasando por las manos de funcionarios que revisan el contenido de tus bolígrafos, de tus cámaras fotográficas, de tus bolsillos. Un funcionario mira, otro sella, otro etiqueta, otro te cachea, otro te interroga... A todo esto, pasas por tantos mostradores, tantos controles, tantos arcos de seguridad, tantas mesas, que resulta imposible no extraviar en uno de esos recodos la carta de embarque, el pasaporte o la razón, a veces las tres cosas. Nosotros perdimos una tarjeta de embarque y la razón. Encontramos la tarjeta de embarque por casualidad, en uno de los mostradores (verdaderos potros de tortura) por los que habíamos pasado. La razón no la hemos recuperado aún.

Lógicamente, todas esas medidas de "seguridad", que aplican a los cachemires cuando entran o salen de su Estado, no proporcionan confianza alguna, pero es que no se trata de eso. Se trata de recordarles que están vigilados, que son el enemigo, que se tiene un control total sobre sus cuerpos y sobre sus mentes.

Cachemira es en la teoría un Estado de la India. En la práctica, un país militarmente ocupado por una potencia extranjera enormemente cruel.

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